Via: Infobae
Siempre es posible afirmar que otro u otros podrían haber
actuado diferente. Eso no es extraño, pues obedece al carácter contingente
de la acción humana. Y, en tanto lo indeseable o fatal responde a causas
variables, el resultado no siempre es reprochable penalmente a quienes
han intervenido en las distintas fases del escenario que se presenta como
desaprobado.
Frente a los hechos, se impone
entonces la tarea compleja de determinar y deslindar
responsabilidades, verificar si existen hechos e individuos
justiciables. Sólo una parte de esta ciclópea tarea está a cargo del derecho
penal -siempre como última ratio- porque su campo de acción es
absolutamente limitado: sanciona sólo conductas concretas, las que
fueron previamente jerarquizadas como nocivas al orden social.
Lo que el derecho penal no puede hacer, y la
comunidad organizada jamás puede esperar de él, es que resuelva todos
los problemas que se suscitan en el seno social. A pesar de
ser ello tan evidente, con alarma se observa que, cada vez más, se depositan
expectativas ciudadanas en una suerte de sobreactuación del derecho penal
que se traduce en un reclamo creciente de intromisión inmediata.
Se observa con frecuencia que, ante situaciones
desaprobadas o que desagradan a distintos sectores o grupos que
consideran reprobables o estiman que podrían haber sido manejadas de
otra manera, se alzan demandas de castigo estatal, como si el derecho
penal estuviera convocado a funcionar como una suerte de solución mágica,
capaz de remediar absolutamente todo. Esto se observa en el día a día y
cada vez es más habitual la proliferación de todo tipo de denuncias que van
desde cuestiones económicas, financieras o respecto de actos de gobierno,
con la utilitaria complacencia de los instrumentadores del derecho penal
que promueven investigaciones que, desde el inicio, se encaminan hacia el
rotundo fracaso.
Como ciudadanos, basta con reparar
en las disputas electorales y que se multiplican los intercambios de
acusaciones cruzadas en desmedro de fructíferos espacios de discusión
pública. Como simples espectadores, al tomar contacto con noticias, se
comprueba que cada vez más se exige encauzar más conductas por el
prisma del proceso penal, aunque tan solo se trate de disconformidad o de
perspectivas sobre los actos desaprobados que debieron ser realizados de
otra forma. Claro está, que no puede desconocerse que a estas
consideraciones las atraviesa la indestructible noción de que la impunidad
es uno de los grandes problemas que padece nuestra sociedad.
Pero por lo que sea, desde hace un tiempo se verifica un fuerte tránsito
hacia una peligrosa concepción de que si no estamos de acuerdo con algo,
debe ser judicializado y penado. Sólo de ese modo parecería que
la comunidad podría funcionar mejor.
No es
novedoso en la historia de la civilización, que siempre es tentador imaginar
una sociedad que responda a determinadas concepciones morales y a
parámetros individuales de conducta. Sin embargo, transitar ese tipo de
caminos, lejos de mejorar las cosas, sólo traerá más desgracias y muchos
desencuentros. Desde lo teórico no puede soslayarse que, en gran medida,
el constitucionalismo moderno fue una expresión justamente contra eso
que ahora parece añorarse. Un derecho penal expansivo, emocional,
espasmódico, que responda a concepciones ideológicas relativas de ciertos
protagonistas o sectores de la comunidad, nada bueno aportará al contrato
social.
Nuestra Nación optó por una sociedad en la
que la regla es "la libertad". Nada debe asombrar que nuestro prójimo no
sea el más esperado, que el opositor político tenga valores diferentes o
que un funcionario opte por una política que otros puedan considerar
desacertada. Lo esencial es estar seguros de que sólo está prohibido lo que
el pueblo define a través sus representantes. Esa condición permite al
ciudadano desarrollarse sin sentir la opresión y la amenaza de un derecho
penal tan artificial como inflacionario. Si realmente valoramos esta libertad,
aunque signifique tolerar situaciones con las que se puede estar en
desacuerdo, se deben aceptar los beneficios de tener un derecho penal
esencial y limitado.
Pero si desde una perspectiva
utilitaria no existiera consenso con una amplia noción de libertad, hay que
ser consciente de que el derecho represivo tampoco solucionará
demasiado. En Latinoamérica, las denuncias que concluyen en
condena constituyen un insignificante porcentaje; el resto de los procesos
penales termina en la absoluta nada. En realidad, tampoco son "nada" pues
significan enormes pérdidas de dinero destinado a pagar sueldos judiciales,
policiales, administrativos y ni que hablar en el costo de las prisiones
preventivas e inclusive el nada despreciable valor de toneladas de papeles
que se utilizan. Todo indica que una de las claves de esa baja eficiencia
radica en que los responsables de representar a la sociedad persiguen
demasiado y bastante mal.
Si todos los esfuerzos
que se dirigen en expandir el derecho penal se orientaran a hacerlo más
eficiente, los resultados serían mucho más satisfactorios. Un derecho penal que castiga
pocas conductas -mínima intervención estatal-, pero de manera eficiente,
es más disuasivo que uno que prohíbe mucho pero consigue muy magros
resultados. Debe reflexionarse en lo más profundo, si realmente se
justifica la onda expansiva del derecho penal sobre cada vez más conductas
y actos que se desarrollan en amplios y variados sectores de la sociedad.
Buscar una sistémica solución en el castigo estatal supone dar un paso
más hacia estados premodernos, en los que la libertad era la excepción y el
castigo la regla. Pero sí esto no nos convence o no fuera suficiente
desaliento, pensemos que sumar conductas al largo catálogo del derecho
penal posiblemente llevará a la Republica a gastar e invertir muchísimo
más, solo para tener un castigo menos eficiente y que en efinitiva a muy
pocos realmente asusta o disuade.